El hombre de la libertad
El hombre de la libertad
En recuerdo del recién fallecido Lito el de la Rebollá, carismático comunista
06.11.2013 | 01:48
José Luis Argüelles Puedo fechar con precisión mi primer recuerdo político. Es mediodía de un Primero de Mayo de 1967 en Mieres del Camino, en la calle de la vieja comisaría. De pronto, mi atención infantil queda retenida por la violencia con que varios policías (los llamados «grises») aporrean a un hombre indefenso, en el suelo, que sangra por la nariz y a quien han roto la camisa mientras lo arrastran y vapulean repetidamente. Desde el fondo de la calle, del lado del Ayuntamiento, una mujer corre y grita. En su desesperación, deja atrás un zapato y se le cae de las manos una barra de pan. «¿Por qué pegan a ese hombre»?, pregunto a mi madre, que calla un buen rato y me responde después en voz muy baja: «Por pedir libertad».
Así, aquel tipo que guardaba un notable parecido físico con Lino Ventura (eso, claro, lo sabría mucho más tarde) pasó a ser para mis mitologías infantiles «el hombre de la libertad», alguien a quien no hay coacción o tortura capaz de doblegar. Los españoles hemos admirado muchas veces la épica de esas gentes en las películas en blanco y negro sobre la resistencia a los nazis, en la que por cierto tantos compatriotas nuestros dejaron su piel, pero somos aún incapaces de reconocer la heroicidad de esos mismos personajes en nuestra propia historia antifascista.
Lo cierto, que no quiero perder el hilo, es que algunos años después volví a encontrar al indomable héroe de aquel Primero de Mayo en el acogedor templo de la conspiración y la cultura que fue Amigos de Mieres. Para entonces, aquel incipiente recuerdo político se había ido puliendo con otros conocimientos y andanzas. Y aunque aquel tipo pasó, de pronto, a tener nombre (Manuel Álvarez Ferrera, o también Lito Ferrera, y con más frecuencia Lito el de la Rebollá), para mí ha sido siempre «el hombre de la libertad».
Me dirán que literaturizo una imagen infantil. Y me contarán, para tratar de devaluar mi recuerdo, que en realidad Lito -fallecido el pasado sábado en Gijón a los 78 años en posesión de la roja insignia del valor- fue una víctima de la dictadura; un torturado en oscuros depósitos policiales; un prisionero en las cárceles franquistas; un clandestino que cambió al Papa por Marx (fue dirigente de la JOC y del PCE) y la teología por la lucha de clases; un comunista que siguió creyendo hasta el último día de su vida en sus ideas pese a las evidencias y a todos los fracasos políticos; un perdedor, en fin, por su propia honestidad en el callejón de las demoliciones de la Historia. Me dirán ésas y otras muchas cosas, ignorantes de que una persona es, al cabo, la suma de sus esplendorosas derrotas. Lo contrario, es engañar y engañarse.
Lito es aún el hombre que se proclama libre porque, más allá de sus posiciones ideológicas concretas, que podemos compartir o no, enseñó a varias generaciones que la libertad se conquista y se ejerce. En pleno franquismo, las barras de los bares de las Cuencas y Gijón se despoblaban ostensiblemente cuando Lito desplegaba el último ejemplar de «Mundo Obrero» para leerlo así, en público, sin esconderse. Y por eso, supongo, dejó la clandestinidad y se declaró comunista mucho antes que la mayoría y cuando una confesión así conllevaba de manera inevitable persecuciones y quebrantos, una vida sin tregua, todo tipo de infamias desde el poder absoluto. Pensaba yo estas cosas en el tanatorio de Cabueñes este domingo, mientras escuchaba el elogio que el padre Ángel y Francisco de Asís Fernández dedicaron a la vida de militante íntegro de Lito. Su multitudinaria despedida es la confirmación de que los hombres libres siempre ganan, aunque parezca lo contrario, la batalla que más importa.